Pero el tema que me motiva a hacer esta reflexión va por otro lado. En el marco del estallido social aun irresuelto, he visto, con estupor, que a no pocos limeños les ha causado más dolor e indignación la pérdida de este edificio que el asesinato de más de 50 compatriotas fuera de Lima. “No se metan con nuestro patrimonio”, levantan la voz, tras haber permanecido en silencio, muerto tras muerto. En este hecho subyacen, pienso, algunas de las razones de la crisis que atraviesa nuestro Centro Histórico, reflejo de la crisis estructural de nuestra sociedad, en la que un sector de la población parece preferir los muros a la vida de las personas que habitan entre ellos.
Al respecto, detengámonos en este texto ilustrativo del antropólogo Manuel Delgado y la geógrafa Nuria Benach (1):
Es por esa tarea que desempeñan como espacios naturales para la visibilización de las discordancias sociales, que los centros urbanos son siempre, por definición, centros históricos. No en el sentido de catalogados por especialistas como tales, sino, como se ha dicho, en el de que allí se amontonan los acaeceres más aparentemente triviales -aunque acaso no lo sean para quienes los viven-, pero también aquellos otros excepcionales que pueden hacer temblar una estructura social o un orden político y que, a veces, los transforman. En cuanto que son de verdad históricos, los centros urbanos están saturados de rastros en los que una sociedad encuentra las huellas de sus propios pasos, los que vinculan su pasado con su presente y a partir de los cuales se ensayan los futuros. Por ello, un centro urbano está siempre rebosante de memorias, entre ellas las de todas las beligerancias sociales que ha conocido y que de algún modo siguen ahí, impregnando las piedras y el ambiente. En ese sentido, bien podría decirse que las manifestaciones de descontento social en las calles serían un paradigma perfecto de lo que hoy se da en llamar “patrimonio inmaterial”, o “intangible”, aunque sea por su pertenencia a la misma familia de formalizaciones expresivas colectivas a las que pertenecen las fiestas populares, de las que no dejarían de constituir una variante.
Aquellos
“patrimonialistas” radicales, que suelen cuestionar la validez de las protestas
sociales por el riesgo que suponen para la infraestructura urbana, creen que ciertos
edificios son, pues, una envoltura bonita e importante, una escenografía bien diseñada
a la que hay que ponerle una marca que obligue a protegerla. Y claro, nadie más
los acompaña en su cruzada. ¡Porque lo patrimonial es (o tendría que ser) el
habitar! Lo cual incluye, por supuesto, lo construido, pero no solo, pues la
ciudad es tanto producto (físico) como proceso (social). Es decir, son los
edificios y las calles, pero también la vida que estos albergan y que le dan
sentido. La Plaza San Martín, por ejemplo, es patrimonio no solo por la
preciosa obra de Piqueras Cotolí, sino también por la memoria de todas las manifestaciones
políticas (esas que muchos alcaldes han intentado prohibir) en las que “la
palabra no era la de los congregados en la plaza, sino de la propia plaza como
reificación espacial de los sectores disconformes de la sociedad en su conjunto”
(2).
En
ese sentido, el edificio caído nos debe doler a todos, por supuesto, pero no
solo por el daño (reparable) a los bellos muros que albergaron en los años 20 a
la compañía minera de Marcionelli, sino sobre todo por la pérdida (irreparable)
de la belleza del habitar de las decenas de personas y colectivos que hace unos
días se quedaron en la calle debido a la brutalidad policial, como la
Biblioteca Miguelina Acosta, y otros tantos que valoraríamos si tuviéramos la
claridad de acercarnos a ellos para conocerlos, entender mejor a nuestra ciudad
y a nosotros mismos, y así, entender y valorar de una buena vez lo que es el
patrimonio. Que, si no está vivo, ¿quién lo va a cuidar y defender?
(2) Ídem, p. 124