miércoles, 3 de julio de 2013

FRANZ KAFKA: Dos cuentos sobre habitar y construir (y un proyecto arquitectónico)






EL ESCUDO DE LA CIUDAD

En un comienzo, todas las providencias dispuestas para construir la Torre de Babel se caracterizaban por su límpido ordenamiento; es verdad que acaso su orden era demasiado perfecto: se había pensado demasiado en los guías, en los intérpretes, en las comodidades para los trabajadores y en las vías de comunicación, como si hubiera siglos por delante para poner la obra en marcha. En realidad, en aquella época la opinión general era que, simplemente, sería imposible construirla con la lentitud suficiente, y una pequeñísima insistencia sobre este punto hubiera bastado para que se vacilara hasta en poner los cimientos. La gente razonaba de la siguiente manera: el asunto esencial consistía en la idea de construir una torre que llegara al cielo. En relación con la magnitud de esta idea, cualquier cosa es secundaria. La idea, una vez captada en toda su dimensión, nunca podrá desvanecerse; mientras haya hombres sobre la tierra, subsistirá el irresistible deseo de completar la construcción. Siendo así las cosas, no hace falta sentirse ansioso acerca del porvenir; al contrario, el conocimiento humano crece incesantemente, el arte de la construcción ha progresado, progresa y progresará aún mas: un trabajo como los que hoy nos llevan un año tal vez podrá ser terminado en seis meses dentro de un siglo, sin contar con que estará mejor hecho, será más duradero. Entonces, ¿por qué apurarse? ¿Por qué esforzar hasta sus extremos las actuales capacidades? Esto tendría sentido si al menos resultara probable que la construcción de la Torre fuese terminada en el lapso de una generación. Pero tal posibilidad supera toda esperanza. Lo más probable es que la generación siguiente, con sus conocimientos perfeccionados, encuentre malo el trabajo de sus predecesores y demuela lo que fue construido, para volver a empezarlo. Pensamientos de esta índole paralizaban a la gente, que se ocupaba menos de la construcción de la torre que de la construcción de una ciudad para los trabajadores. Cada nación exigía para si los albergues más hermosos, lo cual daba origen a conflictos que degeneraban en sangrientas disputas. Disputas que nunca llegaban a un fin; y esto constituyó para los directores una prueba más de que la construcción de la torre debía realizarse con la mayor lentitud, o mejor aún, ser postergada hasta la declaración de la paz universal. Pero no solo en disputas se perdía el tiempo: en los intervalos de paz la ciudad era abandonada y embellecida, lo cual, por desgracia, bastaba para promover nuevas envidias y nuevas disputas.

Así se fueron los años de la primera generación, y ninguna de las que siguieron mostró la menor diferencia con ella; salvo en el hecho de que la habilidad técnica crecía, y con ella aumentaban las oportunidades de conflicto.

A esto hay que agregar que la segunda o tercera generación ya había reconocido la insensatez del proyecto de erigir una torre que alcanzara el cielo; pero para entonces todos estaban demasiado complicados en el asunto como para desistir de él.

Las leyendas y canciones que nacieron en esa ciudad están rebosantes de anhelo, por el día profetizado en que cinco golpes de un gigantesco puño destruirán la ciudad. Por esta razón, en el escudo de armas de la ciudad se ve un puño cerrado.






EL PUENTE 

Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes, afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.


Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente, escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado, viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y, como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.



Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi. La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor, ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo. ¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el agua veloz.







EL CASTILLO

Este otro cuento, obra póstuma de 1926, puede verse aquí http://www.archdaily.com/121483/ad-classics-kafka-castle-ricardo-bofill/ , en versión del arquitecto catalán Ricardo Bofill: “El Castillo de Kafka”, obra de 1968 en las afueras de Barcelona.