EL ESCUDO DE LA CIUDAD
En
un comienzo, todas las providencias dispuestas para construir la Torre de Babel
se caracterizaban por su límpido ordenamiento; es verdad que acaso su orden era
demasiado perfecto: se había pensado demasiado en los guías, en los
intérpretes, en las comodidades para los trabajadores y en las vías de
comunicación, como si hubiera siglos por delante para poner la obra en marcha.
En realidad, en aquella época la opinión general era que, simplemente, sería
imposible construirla con la lentitud suficiente, y una pequeñísima insistencia
sobre este punto hubiera bastado para que se vacilara hasta en poner los
cimientos. La gente razonaba de la siguiente manera: el asunto esencial consistía
en la idea de construir una torre que llegara al cielo. En relación con la
magnitud de esta idea, cualquier cosa es secundaria. La idea, una vez captada
en toda su dimensión, nunca podrá desvanecerse; mientras haya hombres sobre la
tierra, subsistirá el irresistible deseo de completar la construcción. Siendo
así las cosas, no hace falta sentirse ansioso acerca del porvenir; al
contrario, el conocimiento humano crece incesantemente, el arte de la
construcción ha progresado, progresa y progresará aún mas: un trabajo como los
que hoy nos llevan un año tal vez podrá ser terminado en seis meses dentro de
un siglo, sin contar con que estará mejor hecho, será más duradero. Entonces,
¿por qué apurarse? ¿Por qué esforzar hasta sus extremos las actuales capacidades?
Esto tendría sentido si al menos resultara probable que la construcción de la
Torre fuese terminada en el lapso de una generación. Pero tal posibilidad
supera toda esperanza. Lo más probable es que la generación siguiente, con sus
conocimientos perfeccionados, encuentre malo el trabajo de sus predecesores y
demuela lo que fue construido, para volver a empezarlo. Pensamientos de esta
índole paralizaban a la gente, que se ocupaba menos de la construcción de la
torre que de la construcción de una ciudad para los trabajadores. Cada nación
exigía para si los albergues más hermosos, lo cual daba origen a conflictos que
degeneraban en sangrientas disputas. Disputas que nunca llegaban a un fin; y
esto constituyó para los directores una prueba más de que la construcción de la
torre debía realizarse con la mayor lentitud, o mejor aún, ser postergada hasta
la declaración de la paz universal. Pero no solo en disputas se perdía el
tiempo: en los intervalos de paz la ciudad era abandonada y embellecida, lo
cual, por desgracia, bastaba para promover nuevas envidias y nuevas disputas.
Así
se fueron los años de la primera generación, y ninguna de las que siguieron
mostró la menor diferencia con ella; salvo en el hecho de que la habilidad
técnica crecía, y con ella aumentaban las oportunidades de conflicto.
A
esto hay que agregar que la segunda o tercera generación ya había reconocido la
insensatez del proyecto de erigir una torre que alcanzara el cielo; pero para
entonces todos estaban demasiado complicados en el asunto como para desistir de
él.
Las
leyendas y canciones que nacieron en esa ciudad están rebosantes de anhelo, por
el día profetizado en que cinco golpes de un gigantesco puño destruirán la
ciudad. Por esta razón, en el escudo de armas de la ciudad se ve un puño
cerrado.
EL PUENTE
Yo era rígido y frío, yo estaba tendido sobre un
precipicio; yo era un puente. En un extremo estaban las puntas de los pies; al
otro, las manos, aferradas; en el cieno quebradizo clavé los dientes,
afirmándome. Los faldones de mi chaqueta flameaban a mis costados. En la
profundidad rumoreaba el helado arroyo de las truchas. Ningún turista se
animaba hasta estas alturas intransitables, el puente no figuraba aún en ningún
mapa. Así yo yacía y esperaba; debía esperar. Todo puente que se haya
construido alguna vez, puede dejar de ser puente sin derrumbarse.
Fue una vez hacia el atardecer -no sé si el primero y
el milésimo-, mis pensamientos siempre estaban confusos, giraban siempre en
redondo; hacia ese atardecer de verano; cuando el arroyo murmuraba oscuramente,
escuché el paso de un hombre. A mí, a mí. Estírate puente, ponte en estado,
viga sin barandales, sostén al que te ha sido confiado. Nivela
imperceptiblemente la inseguridad de su paso; si se tambalea, date a conocer y,
como un dios de la montaña, ponlo en tierra firme.
Llegó y me golpeteó con la punta metálica de su
bastón, luego alzó con ella los faldones de mi casaca y los acomodó sobre mi.
La punta del bastón hurgó entre mis cabellos enmarañados y la mantuvo un largo
rato ahí, mientras miraba probablemente con ojos salvajes a su alrededor. Fue
entonces -yo soñaba tras él sobre montañas y valles- que saltó, cayendo con
ambos pies en mitad de mi cuerpo. Me estremecí en medio de un salvaje dolor,
ignorante de lo que pasaba. ¿Quién era? ¿Un niño? ¿Un sueño? ¿Un salteador de
caminos? ¿Un suicida? ¿Un tentador? ¿Un destructor? Me volví para poder verlo.
¡El puente se da vuelta! No había terminado de volverme, cuando ya me
precipitaba, me precipitaba y ya estaba desgarrado y ensartado en los
puntiagudos guijarros que siempre me habían mirado tan apaciblemente desde el
agua veloz.
EL CASTILLO
Este otro cuento, obra póstuma de 1926, puede verse aquí http://www.archdaily.com/121483/ad-classics-kafka-castle-ricardo-bofill/ , en versión del
arquitecto catalán Ricardo Bofill: “El Castillo de Kafka”, obra de 1968 en las
afueras de Barcelona.
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